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¿Es El Derecho a La Vida un ‘Derecho Relativo’?

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En una columna anterior hemos explicado que la autonomía de la libertad, o el ejercicio del libre albedrío, tiene límites intrínsecos a su propia naturaleza, en el sentido que no puede autodestruirse en nombre de la misma libertad. Como bien decía el filósofo E. Kant: un acto voluntario de autodestrucción es simplemente contradictorio. La persona humana no tiene un supuesto derecho para auto eliminarse o delegar esa potestad en otra persona para que, con el consentimiento del poderdante, pueda ayudarle en un “suicidio asistido” o practique un “homicidio piadoso” (eutanasia).

Los defensores de la eutanasia y del “suicidio asistido” argumentan que la vida no es un derecho absoluto, pues el deber de “no matar” encuentra excepciones (como la legítima defensa), y que la actuación el sujeto activo (el médico que comete el homicidio) carece de antijuridicidad, porque se trata de un “acto solidario” movido por la “compasión”. Por el contrario, nosotros afirmamos enfáticamente que la compasión no puede servir para matar a quien es objeto de dicha compasión (el sujeto pasivo), eso sería vaciar de contenido un valor como la solidaridad; es como decir que resulta lícito robarle a una persona para ayudarle a ser austero y desprendido. Para los defensores de la eutanasia y del “suicidio asistido”, la vida no es un derecho absoluto, pero sí pretenden convertir el llamado “derecho a morir” como derecho fundamental o absoluto, exigiendo al Estado que no intervenga en la defensa de la vida considerada como no digna por un individuo que así lo ha decidido (subjetivamente) y que se irroga el derecho de poner término a su vida en una malentendida libertad y autonomía de la voluntad.

Si la vida es un derecho relativo, ¿en qué radica esa “relatividad”? No consiste en que el Estado pueda disponer de la vida de una persona bajo la forma, por ejemplo, de aplicación de la pena de muerte; tampoco en que un individuo se suicide o autorice a otra persona para que le prive de la vida. La vida no es un derecho absoluto en el sentido que, por ejemplo, en determinadas circunstancias (como puede ser el caso de héroes o mártires), es ético y muy noble que una persona esté dispuesta a entregar la vida por salvar la de otros, en defensa de la verdadera libertad, o para no traicionar sus principios y valores éticos o religiosos. El Evangelio mismo nos dice que “nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El que lo hace considera que la vida natural (la vida biológica) no es el valor supremo o absoluto. No es que no ame o no valore la vida, sino que considera que la vida humana transciende lo biológico y lo intramundano, es decir: hay en el fondo de la conciencia la apertura a una esperanza ultraterrena, cree que no todo se acaba con la muerte.

La ciencia y la filosofía no pueden pretender explicarlo todo. El canon de la razón tiene sus propios límites; hay preguntas que se quedan sin respuesta, sobre todo aquellas referidas al sentido de la existencia humana, el sentido del sufrimiento, el dolor de los inocentes y el sentido mismo de la muerte. Desde una filosofía y ética intramundana no pienso que sea posible encontrar una respuesta satisfactoria a muchos dilemas morales relacionados con la vida y el sentido de la existencia.

En el presente caso no hablamos de quienes son capaces de entregar su vida por motivaciones altruistas, por amor a otros, sino de quienes piensan que hay un “derecho a morir” cuando las condiciones físicas y psicológicas de una persona son demasiado precarias como consecuencia de la enfermedad incurable que produce grandes sufrimientos. En el fondo, el deseo del enfermo irrecuperable por dar término a su vida se funda en que ha perdido el sentido de su existencia, considera que la situación que sufre es contraria a la dignidad humana. Bajo ninguna circunstancia, el debilitamiento de la voluntad de vivir de una persona puede justificar la anulación del derecho a la vida. Las situaciones precarias o dolorosas pueden hacer perder de vista al paciente y a sus familiares, el sentido de la vida, pero el respeto a la dignidad humana no consiste en facilitar la muerte a una persona que ha perdido ese sentido, sino en ayudarla a recuperarlo y en aliviar o mejorar esas circunstancias dolorosas. Por otra parte, ayudar a una persona no equivale a darle siempre la razón a lo que considera subjetivamente como lo mejor para ella.

El supuesto “derecho a morir” se torna en un camino abierto para eliminar las vidas que se considera sin sentido. Para muchos, no tienen sentido las vidas de los enfermos incurables, ni la de los que presentan graves discapacidades, y finalmente tampoco la de los ancianos, que siguiendo su decurso natural pasan por un proceso irreversible de decrepitud (disminución progresiva de sus facultades físicas y mentales). El mal llamado “derecho a morir” se convierte en una apuesta peligrosa en una sociedad en la que no encuentran espacio las personas que no resultan “productivas” o generan grandes gastos a la sanidad pública. Toda vida humana es valiosa en sí misma y es un deber ineludible del Estado para protegerla.

El “homicidio por piedad” no deja de ser un homicidio, en esencia es un acto de matar, por más que quien comete el homicidio no puede ser liberado de la responsabilidad penal. Lo paradójico e irracional es que se diga que ese acto es “por piedad” o “compasión”. La compasión no puede ser fundamento del “derecho de matar” a una persona. En este caso se aplica una especie de “pena de muerte” basada en un falso sentimiento de piedad para con el condenado a morir. En nombre de la libertad del solicitante de la muerte, y en razón de la compasión, se pretende aliviar el sufrimiento de una persona eliminando a la persona que sufre; es como pretender erradicar la pobreza de un país matando a los pobres.

Detrás de un aparente sentimiento de filantropía en favor de los enfermos terminales, y también de aquellos que no siendo enfermos terminales han perdido el sentido de la vida y consideran que es indigno seguir viviendo, se oculta de tras de todo ello una postura ideológica, una visión del hombre y de sociedad que se niega aceptar la realidad de la enfermedad y la muerte como fenómenos naturales. Desde esa ideología, marcada por el hedonismo, siguiendo el viejo adagio “comamos y bebamos que mañana moriremos”, así de fácil concluyen, que es preferible morir a vivir sufriendo.

En realidad, el sufrimiento y la muerte no tienen una explicación racional satisfactoria. Es necesario abrirse a una perspectiva trascendente de la existencia humana. Sin esa apertura, el suicidio lo presentan en ciertos casos como algo “racional”, y sería un deber del Estado promoverlo cuando los individuos deciden libremente poner término a su existencia. Ante una sociedad promotora del “bienestar material”, que hace una apología de la muerte en “beneficio” de las personas consideradas no útiles o no productivas, al cual debemos afirmar el valor inalienable de la vida, no reduciéndola meramente a términos biológicos, sino a su real dimensión, de una apertura a la trascendencia.