Si Escuchas Su Voz

‘Hagan Lo Que Ellos Dicen...’

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Jesús no era muy diplomático para decir las cosas claras, cuando, por ejemplo, se dirige a los maestros de la ley y fariseos, de quienes condena duramente su hipocresía y vacuidad (Cf., Mt 23, 13-32). “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Hagan lo que ellos digan, pero no lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen” (Mt 23, 2-3). El lenguaje de Jesús es directo, suena quizá muy duro, sin contemplaciones, no tiene reparo en herir susceptibilidades, no busca quedar bien con nadie, por eso también se ganó el rechazo de los poderosos de su tiempo, de los que detentaban el poder político, económico y religioso.

En esta oportunidad, los sentados en el banquillo de los acusados son principalmente las autoridades religiosas de su tiempo. ¿En qué consisten los cargos imputados? Básicamente es la incoherencia entre la predicación y la vida, particularmente en aquellos que están llamados a dar ejemplo, por cuanto se trata de ‘autoridades’. Jesús cuestiona duramente y sin repararos su ‘hipocresía’, la preocupación por guardar las apariencias. Por otra parte, no pensemos que este discurso de Jesús solo alcanza a los fariseos y maestros de la ley de su tiempo. También resulta aplicable, en muchos casos, a las autoridades políticas y religiosas de todos los tiempos.

El fariseísmo, más que referirse a un grupo de personas religiosas del tiempo de Jesús, se refiere a una actitud, a una forma de comprender y vivir la religión, y que, por tanto, puede estar presente en todos los tiempos y en cualquier religión. El fariseísmo como actitud, es una permanente tentación e implica un mayor peligro para quienes detentan el poder, también el poder religioso. Las autoridades religiosas del tiempo de Jesús no son cuestionadas por su heterodoxia, sino por lo que podríamos llamar su ‘heteropraxis’. Hay líderes religiosos muy preocupados por cuidar la ‘ortodoxia’, pero no les preocupa demasiado que el pueblo se dé cuenta de la contradicción en que incurren con su estilo de vida y falta de testimonio. Exigen a los fieles lo que ellos no están dispuestos a cumplir ni dar ejemplo. En ese sentido, como dice el Evangelio: “Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas” (Mt 23, 4).

Leyendo ese pasaje del Evangelio de san Mateo (Cf., Mt 23, 1-12) no podemos evitar pensar en algunas autoridades religiosas de nuestro tiempo; muchos deberían sentirse sentados en el banquillo de los acusados: Cardenales, obispos, sacerdotes, monjes y monjas, superiores religiosos, teólogos, moralistas, canonistas, guías espirituales, y diverso tipo de predicadores (también de retiros espirituales), pues también ellos podrían estar aludidos con la palabras de Jesús: “Hagan lo que ellos digan, pero no lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen” (Mt 23, 3). La acusación es directa: doblez, dicotomía entre palabra y vida, fe y vida. Ahora bien, cabe distinguir entre un tipo de incoherencia perversa como “estilo de vida” asumido conscientemente, es decir: como resultado de una opción libre y que, en consecuencia, no es de esperar ningún propósito de enmienda, de otro tipo de incoherencia como resultado de la fragilidad humana y la condición pecadora del hombre. En el segundo caso no hay la “intención perversa” de ser hipócrita, y es de esperar una lucha constante, una conversión permanente para reducir la brecha de la incoherencia entre lo que se profesa por la fe y lo que se hace realmente. En todos nosotros se da algún tipo de incoherencia; pero, al mismo tiempo, nunca podrá ser una excusa, para justificar nuestras incoherencias, decir que “todos somos pecadores”, pues Dios nos da permanentemente su gracia para socorrernos en nuestra debilidad. Los santos son una prueba fehaciente de que sí es posible, con la gracia de Dios, vivir coherentemente con el Evangelio; ellos, desde luego, se confesaban frecuentemente por sus incoherencias (“pecados”) de las cuales eran siempre plenamente conscientes. La santidad, por otra parte, no puede reducirse a lo “moral”.

No se trata tampoco de que quienes tienen el deber de orientar a la comunidad no prediquen sobre moral y buenas costumbres, por temor a ser ellos mismos descalificados. Se tiene que enseñar lo que Dios pide de todos nosotros, las exigencias del Evangelio; pero, son, sobre todo, quienes ejercen un liderazgo religioso los primeros que deben esforzarse en dar el ejemplo, a fin de que no se nos aplique esas palabras de Jesús: “Hagan lo que ellos digan, pero no lo que ellos hacen” (Mt 23, 3).

El predicador tiene que estar inmunizado contra toda soberbia, de la pretensión de presentarse como modelo a seguir o ejemplo de moralidad. Hay predicadores que hablan de compromiso con los más pobres, cuando ellos mismos hacen ostentación de riqueza; hablan de pastoral de enfermos, pero son incapaces de atenderlos en sus necesidades; hablan de pastoral de la tercera edad, pero ni siquiera tienen la paciencia para escuchar a un anciano; son severos e inflexibles para juzgar los pecados y debilidades de los otros, pero ellos mismos no utilizan la misma medida para sí. Les encanta los reconocimientos públicos, los títulos honoríficos, agasajos, cenas de honor, entre otras tantas cosas que alimentan su vanidad y superficialidad. Jesús los desenmascara, pone en evidencia su hipocresía, su testimonio de vida es descalificado; no son modelos a seguir para nadie.

La Buena Nueva debe ser anunciada en primer lugar con el testimonio, el cual, como señalaba el papa Pablo VI la cual tiene una importancia primordial (Cf., Evangelii Nuntiandi, 21); sin embargo, es insuficiente por sí solo, se necesita de un anuncio explícito. El grave problema está en la incoherencia práctica entre lo que se predica y se vive. Lo que descalifica a un predicador no son sus caídas o pecados (si muestra un claro arrepentimiento), sino su falta de “caridad pastoral”, falta de humildad y amor, hipocresía, escasa entrega, insensibilidad ante los pobres. La exigencia de conversión es para todos y es permanente. Lo que no se puede aceptar es esa dualidad como un estilo de vida, como si fuera algo ‘normal’. Cuando la gente observa ese doblez de vida, precisamente en quienes están llamados a dar ejemplo, se produce el escándalo, pues, como dice el antiguo adagio: “La corrupción de los mejores es la peor.”

El apóstol Pablo nos muestra que sí es posible mantener esa coherencia entre fe y vida, él mismo ha sido un ejemplo de integridad, al punto de poder decir, “sean imitadores míos” (1Cor 4, 16; Flp 3, 17). Aparentemente el apóstol peca de soberbia; pero, hay que entender que Pablo llegó a identificarse plenamente con Cristo, y su vida fue una entrega total al servicio del Evangelio. Debemos imitarlo en sus fatigas por causa del Evangelio, en su entrega total a Cristo. Pablo reconoce que todo es obra de la gracia, él mismo se siente indigno y pecador; no presume de ser justo o ‘puro’, sino de una total entrega a la causa del Evangelio.