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La Fragilidad Humana y Una Nueva Conciencia Etica

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La Pontificia Academia para la Vida (organismo de la Iglesia Católica fundado por el papa san Juan Pablo II en el año 1998), ha publicado el 22 de julio del presente año 2020 un documento titulado “Humana communitas en la era de la pandemia: Consideraciones intempestivas sobre el renacimiento de la vida”. Allí se nos describe el panorama desolador ocasionado por el coronavirus: calles vacías, ciudades fantasmagóricas, distanciamiento físico que nos priva del afecto cálido de las personas, y que ha convertido las relaciones sociales en “un intercambio neutral de individualidades sin rostro envueltas en el anonimato de los equipos de protección.” En la presente columna hacemos un breve comentario de algunos aspectos abordados en dicho documento, referidos a la vulnerabilidad del ser humano y la exigencia de una nueva ética de la solidaridad global, en el contexto de los efectos que está produciendo la covid-19 (corona virus disease del 2019).

En el precitado documento se nos pone la pregunta, en relación con la pandemia ocasionada por el coronavirus, ¿Qué lecciones hemos aprendido? La respuesta nos la da el mismo documento: A partir de la dolorosa experiencia del sufrimiento y la muerte hemos aprendido la lección de la fragilidad humana. “Hemos sido testigos del rostro más trágico de la muerte: algunos experimentan la soledad de la separación tanto física como espiritual de todo el mundo, dejando a sus familias impotentes, incapaces de decirles adiós, sin ni siquiera poder proporcionar los actos de piedad básica como por ejemplo un entierro adecuado. Hemos visto la vida llegar a su fin, sin tener en cuenta la edad, el estatus social o las condiciones de salud”.

La reflexión, obviamente, no puede limitarse al reconocimiento de nuestra condición humana frágil por naturaleza, nuestra finitud y los límites de la ciencia para resolver los grandes problemas de la existencia; tampoco puede limitarse a identificar culpables por la incapacidad de responder adecuadamente a la demanda de servicios de salud pública, que sin duda los hay. La pandemia ha puesto en evidencia, ciertamente, que todos los seres humanos compartimos una experiencia común de contingencia y vulnerabilidad. Todos somos vulnerables ante una epidemia como el coronavirus, todos estamos expuestos al contagio, todos estamos en permanente estado de amenaza de muerte, ya sea por este o por otros virus. El filósofo Martín Heidegger decía que el hombre es un ser para la muerte; y que tan pronto cuando el hombre nace es ya lo suficientemente viejo para morir. Desde nuestra fe afirmamos que el hombre es un ser llamado a la vida plena.

Debemos aprender que hay situaciones en las cuales se hace necesaria la cooperación internacional, la solidaridad globalizada. Para afrontar la covid-19 cada país tomó, generalmente de manera aislada, sus propias medidas de protección cerrando fronteras en un intento infructuoso por contener el avance el virus, pues el virus no reconoce ni respeta fronteras entre países. La pandemia puso en evidencia que en la mayoría de los países la salud pública no está garantizada. Por otro lado, la posibilidad de la ocurrencia de una pandemia era sobradamente conocida, pero no se tomó las previsiones del caso. Las decisiones de los gobiernos al disponer cuarentenas y aislamiento social, en muchos casos eran solo para ganar tiempo mientras se buscaba mejorar precipitadamente los servicios hospitalarios en situación precaria (por falta de equipamiento, personal especializado, medicinas, etc.) y poder atender a los contagiados sin que se produzca un colapso sanitario. Como bien hace notar la Pontificia Academia para la Vida, “durante las primeras etapas de la pandemia, la mayoría de los países se centraron en salvar vidas al máximo. Los hospitales, y especialmente los servicios de cuidados intensivos, eran insuficientes y sólo se ampliaron después de enormes luchas”. En una carrera contra el tiempo se quería hacer lo que no se hizo antes para resolver el tema de la cobertura y calidad de los servicios de salud pública. No olvidemos tampoco que “la malaria, la tuberculosis, la falta de agua potable y de recursos básicos siguen sembrando la destrucción de millones de vidas por año, una situación que se conoce desde hace décadas”. No es que los gobiernos no estuviesen alertados de la tragedia que se veía venir con el pronóstico de pérdidas de cientos de miles de vidas humanas. Se hace urgente entonces un cambio de perspectiva, el replanteo de políticas públicas referidas a la salud y educación a nivel mundial; una revisión del modelo económico imperante en la mayoría de los países de occidente.

La lección que nos deja esta pandemia es también la necesidad de un trabajo coordinado a nivel internacional. La vulnerabilidad común—nos dice el documento de la Pontificia Academia para la Vida—“exige también la cooperación internacional, así como entender que no se puede resistir una pandemia sin una infraestructura médica adecuada, accesible a todos a nivel mundial”.  Actualmente, por ejemplo, los países con más desarrollo tecnológico están enfrascados en una especie de competencia para ser los primeros en lograr producir la ansiada vacuna contra el coronavirus, cuando deberían coordinar esfuerzos, compartiendo el conocimiento científico y la tecnología, para juntos lograr acabar con el virus y salvar vidas humanas. Muchos laboratorios de prestigiosas universidades en el mundo, también de entidades privadas, pretenden crear la vacuna y patentarla para asegurarse millonarias ganancias con su comercialización. Prevalecen los intereses económicos de grupos de poder antes que la salud de las poblaciones más vulnerables. Si hubiera un verdadero sentido de la solidaridad global, unido a políticas efectivas en materia de salud a nivel internacional, se lograría salvar millones de vidas humanas en el mundo, particularmente en los países menos desarrollados, erradicando enfermedades endémicas. En ese sentido es pertinente lo que señala la Pontificia Academia para la Vida en el sentido que “se necesita de una organización internacional de alcance mundial, que incluya específicamente las necesidades y preocupaciones de los países menos adelantados que se enfrentan a una catástrofe sin precedentes”.

La pandemia del coronavirus ha revivido dilemas éticos, puesto que no todos los enfermos que acudían a los hospitales podían ser, en muchos casos, atendidos en los servicios de cuidados intensivos especializados. Miles de personas han muerto porque no pudieron ser atendidos adecuada y oportunamente por los servicios de la salud pública. Por otra parte, la epidemia también ha revelado las profundas desigualdades económicas entre países, las brechas entre los que cuentan con suficientes recursos para afrontar la adversidad y los que no lo tienen. Los gobiernos, aplicaron criterios pragmáticos basados en consideraciones utilitarias al momento de asignar recursos para la atención de las poblaciones más vulnerables. Algunos abogaban por priorizar salvar la economía antes que la salud pública. En definitiva, la sociedad tiene que reflexionar sobre la exigencia de una nueva ética que ponga en primer lugar la centralidad de la persona humana, una ética que no se funde en consensos pragmáticos sino en la verdad sobre el hombre; una ética que revalore la importancia del cuidado del medio ambiente, buscando la armonía con la naturaleza, superando la visión individualista y materialista de la existencia humana. Una ética en la que, transcendiendo una visión puramente intramundana, nos abramos al encuentro con el Dios de la vida.