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Libertad y Gracia

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El semipelagianismo, como hemos señalado en otra columna, se expresa en ciertas actitudes o comportamientos, en teorías psicológicas que exaltan la capacidad del hombre para su auto realización, como si todo dependiera de sus propias fuerzas y libre voluntad, lo cual nos hace recordar la herejía condenada por la Iglesia en el siglo VI. No se trata, desde luego, que se haya suscitado alguna controversia teológica cuestionamiento la doctrina claramente establecida en el II Concilio de Orange (año 529) y el Concilio de Trento (1545-1563), respecto a temas ya zanjados, como la gracia, la libertad humana, la justificación por la fe y no por las obras, entre otros.

El II Concilio de Orange, que tiene rango ecuménico al haber sido ratificado por el papa Bonifacio II, en veinticinco cánones condenó la herejía semipelagiana, ratificando la incapacidad del hombre para realizar, por sí mismo, obras buenas, así como la absoluta necesidad de la gracia en orden a la justificación. En definitiva, según la doctrina establecida en ese concilio: El hombre no puede hacer nada bueno sin Dios. Se estableció claramente que, como consecuencia del pecado original, el libre albedrío ha quedado viciado, debilitado (Cf., Canon 8), siendo imposible de repararse si no es por la gracia del bautismo, pues  “lo perdido no puede ser devuelto sino por el que pudo darlo” (Canon 13). Acogiendo el pensamiento de san Agustín, el Concilio señaló que “por ningún merecimiento se previene la gracia. Se debe recompensa a las buenas obras, si se hacen; pero la gracia, que no se debe, precede para que se hagan” (Canon 18). Los hombres, ciertamente, aunque debilitados por el pecado original, gozan de libre albedrío; pero, ¿Cómo lo ejercitan en la práctica? ¿Qué tan operante es? Cuando, por el libre albedrío, los  hombres hacen lo que a Dios le desagrada entonces ellos están haciendo su propia voluntad (no la de Dios); pero, cuando hacen las obras que a Dios agradan, no obstante haber obrado libremente, esas obras buenas son hechas con la gracia de Dios; y, en sentido estricto, no son méritos del hombre. Dicho de otro modo: el hombre, dejado a las solas fuerzas de la naturaleza y al ejercicio de su libre albedrío, no podría hacer nada bueno, asumiendo lo dicho por Jesús en el Evangelio: “Sin mí no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Se insiste en que “...por el pecado del primer hombre, de tal manera quedó inclinado y debilitado el libre albedrío que, en adelante, nadie puede amar a Dios como se debe, o creer en Dios u obrar por Dios lo que es bueno, sino aquel a quien proviniere la gracia de la divina misericordia” (Canon 25). No es que, en la realización de una obra buena, la gracia solamente sirve para ayudar al hombre,  “…en toda obra buena, no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que Él nos inspira primero—sin que preceda merecimiento bien alguno de nuestra parte—la fe y el amor a Él, para que busquemos fielmente el sacramento del bautismo, y para que después del bautismo, con ayuda suya, podamos cumplir lo que a Él agrada” (Canon 25).

En el Concilio de Trento, Sesión VI (13 de enero de 1547), sobre la justificación, se precisa que la actuación del hombre ante la gracia no es pasiva, como si no hiciera nada en absoluto; es, ciertamente, Dios quien lo mueve con su gracia, lo excita y ayuda para que, sin méritos propios, pueda dar el paso de la conversión, para que se disponga a su propia justificación, “asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia”. Dios toca el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, esa inspiración puede ser rechazada por el hombre haciendo uso de su libre albedrío. Es decir: la gracia es resistible por el hombre, Dios no se impone anulado o limitando la libertad humana.

En los cánones sobre la justificación el Concilio de Trento precisa la doctrina verdadera que debe ser creída por todos los católicos. El libre albedrío del hombre—señala el Concilio—movido y excitado por Dios, coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare para obtener la gracia de la justificación, y puede disentir, si quiere. No actúa, pues, como un ser inánime, haciendo absolutamente nada; no se comporta de modo meramente pasivo (Canon 4, Dz. 814). El Concilio señala que el libre albedrío del hombre no se perdió y extinguió después del pecado de Adán, tampoco es cosa de sólo título o un título sin cosa (Canon 5, Dz, 815). La gracia de Dios es necesaria antes de la justificación que se concede en el bautismo. El hombre, por sí mismo, no puede dar ningún paso hacia la conversión si no es movido por el Espíritu Santo. Una vez recibido el bautismo, la gracia es necesaria para poder perseverar en la justicia recibida. Esa justicia— señala el Concilio—se conserva y también se aumenta delante de Dios por medio de las buenas obras (Canon 24, Dz, 834).

San Agustín distinguía entre libertad y libre albedrío. La voluntad libre es aquella orientada a obrar el bien, siendo el bien supremo Dios; el ejercicio de esta libertad no es posible sin la gracia; el libre albedrío, en cambio, se refiere a la posibilidad real de escoger entre el bien y el mal; cuando el hombre escoge el bien lo hace movido por la gracia con la cual coopera, cuando escoge el mal lo hace por sí mismo no respondiendo a la gracia. Por la gracia, el libre albedrío se convierte en libertad. La libertad, para san Agustín, sería el uso apropiado del libre albedrío cuando el hombre, movido por la gracia, actúa orientándose a su fin (Dios o la bienaventuranza eterna); de modo que cuando el hombre escoge el mal ejercita su libre albedrío pero no la verdadera libertad (sería un esclavo que se ilusiona de ser libre). Es más, el concepto de libertad como posibilidad de escoger el mal no es aplicable a Dios, pues es un imposible que Él pueda escoger el mal.

La libertad del hombre, en términos generales, se entiende como autodeterminación, “auto determinarse  por sí mismo”, generalmente se la identifica con el “libre albedrío” que implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, aceptar a Dios o rechazarlo; esa libertad implica, obviamente asumir la responsabilidad de nuestros actos, sin libertad no hay moralidad, no hay imputabilidad.  La libertad, nos enseña el Catecismo de la Iglesia, “es el poder de obrar o de no obrar y de ejecutar así, por sí mismo, acciones deliberadas. La libertad alcanza su perfección, cuando está ordenada a Dios, el supremo Bien” (Catecismo, 1744). La acción de la gracia no afecta en nada la libertad de hombre, no impide ni la libertad de la voluntad humana ni el mérito de las buenas obras, entendiendo que la causa de dicho mérito es la misma gracia. “La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y de bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre” (Catecismo, 1742).